viernes, 19 de agosto de 2005

Enfírmero

Aquel que dice que "la vida viene y va" no es más que un ser errante que sólo viene y va de un camino a otro, cual vagabundo buscando lo que nunca vencerá. Otros dicen que la vida se fugará en el momento en el que menos te lo esperes, y hasta cierto punto tendría razón, pero habrá uno que contrariamente piense que la vida es un proceso que conduce del mundo terrenal a la verdadera vida, donde, dejando a un lado la ridiculez de que tu fantasma va a ir a vivir entre cuatro hermosos ríos, se reunirá tu mente tan enérgico como en la vida que hayas lucido, aun siendo humilde.

Puede ser también que la muerte sea rápida, quizá sin dolor, pero que tú estés para sentirla. Si a una persona le dan un balazo en la parte trasera de su cabeza, sin que ésta se percate, todos dirán que "fue una muerte rápida y sin dolor".

¿Les consta?

¿Qué es más rápida: la velocidad de una bala o la velocidad del sonido? El sonido viaja a 324 metros por segundo, y la bala a poco más de mil, creo, osea que la persona recibiría más antes el impacto de la bala que el del sonido, mas, ¿qué hay si le apuntaron con el cañón a unas 5 pulgadas antes de dispararle? Aquí tendríamos que obtener un punto fijo en el que basar no lo que llegaría primero, sino lo que se sentiría primero. Entran las matemáticas: para ser más objetivos y exactos hemos de sacar la razón que hay entre la velocidad de la bala, la del sonido y la de el viaje que las neuronas hacen de la nuca al cerebro, y de ese resultado, obtener la razón entre tal y la cantidad de viajes que se realizan de la cabeza al cercano cerebro, del cerebro a la consciencia y de la consciencia al subconsciente y a la imaginación (¿quién?, ¿qué?, ¿cómo?).

A todo esto, ¿qué sentiría primero la persona? Si siente primero la bala entonces su cerebro mandará mensajes de imposibilidad, mensajes progresivamente débiles, pero aun cuando muy mortal sea el impacto, siempre dará tiempo de escuchar al sonido, que presto viene. La persona tendrá tiempo de sentir cómo la bala se hunde en su cerebro, mas dudosamente sentirá el dolor.

Una vez estaba con la cabeza apoyada de frente contra unos barandales. Estábamos en la primaria. Unos chicos se empujaban hasta que se vinieron en cima de mí azotando mi frente contra los barandales; el estruendo se escuchó en un amplio radio sometiéndome a un incesante disparo de flechas risientas. A mí no me dolía, no podía sentir la más ínfima conquista de dolor y sonrreí. A los 30 o 45 segundos de pasar el impacto, cuando ya me encontraba por las escaleras, me llegó un dolor fortísimo en las sienes, como si los barandales apenas hayan hecho de mi cabeza un molde con su figura. Era un dolor inmenso y sólido.

Siempre sentimos el dolor mucho después de que algo nos pasa, como la vez en que me corté profundamente el dedo pulgar de mi pie izquierdo y no fue sino hasta un minuto después que empezé a dejar mis huellas de sangre (y por cierto, aun tengo el recuerdo por mi pulgar).

Un sujeto sufre un atentado a mano armada atrás de su cabeza, a la altura de su frente. La bala llega lo suficientemente rápido como para desbaratar y descoordinar el cerebro; puede que la persona no sienta dolor pero sí tiene el tiempo y equilibrio cerebral suficiente como para comprender la magnitud de las cosas. Esto nos dice que la muerte puede ser dolorosa, pero no lenta, y si vamos a morir al menos hemos de sentirla, de saciar la curiosidad que sentimos cuando, junto con otros de los llamados "curiosos" nos paramos en círculo frente a algún herido o a algún cadaver, hiriéndolo o profanándolo en lugar de auxiliarlo. Es en ese momento, cuando nos incrusten la bala en la frente cuando tengamos que disfrutar aquel morbo que, más que por naturaleza, por instinto incorporado tenemos.

El dolor está el la mente, y la mente en la voluntad; el dolor no se sufre, se disfruta.

Hoy fui con mi padre al centro, según nosotros a comprar un bote que necesitaba para almacenar papel (la idea del bote fue clausurada debido a que mi padre me hizo comprender lo fácil que es reintegrar el papel al ambiente, y hablándome de las empresas recicladoras que rastrean papel por todo el mundo). Él estaba en la parada de los carros de mi colonia, sentado y esperándome a las 5 de la tarde, como habíamos quedado; yo, como siempre, vestido de negro. Lo vi, estaba volteando hacia el lado contrario de donde yo estaba, él no me veía y no me podía oir porque un carro estaba acelerando con un profundo estruendo.

Tuve una idea.

Me acerqué caminando sin sigilo alguno por la ruidosa gravilla viendo cómo él miraba reflexivo el entorno. Acomodé mi mano derecha en forma de pistola, de las chicas: los dedos índice y cordial quedaron doblados, simbolizando una pistola con cañón grueso y sólido, rápidamente avanzé sobre su perfil derecho (recordar que él sentado se postraba), preparé mi mano dereha. Estuve lo suficientemente cerca de él como para saludarlo, pero él no me veía. Encajé mis dedos de cañón bruscamente en su costilla derecha mientras oía que él, sobresaltado, ingenuo, atemorizado y desconcertado, exclamó: ¡Ay! y se semirecostó en la banca donde estaba esperando el carro, apoyándose de su codo derecho.

Me miró.

Rió cuando supo que era yo, y que los cañones que técnicamente habían acabado con su vida eran los nudillos de mi dedo índice y el dedo Britney. Ambos reímos.

Él me había comentado que estaba dentro de un taller de docentes, pues hoy es jueves y recien acaba de venir de él. Me platicó que mientras estaba sentado esperándome estaba pensando en una clase que les había dado (a los maestros, supongo): Les contó aquella anéctoda de Platón en la que los humanos mediocres quedaban resignados en la cueva en que habían sido criados (era un experimento de Platón) mientras que el Sabio corrió por el enorme tunel de la cueva hasta encontrar la salida, desconocida para todos. "¡Busquen la salida!" les sugería mi padre, "¡busquen la luz!", y en el momento en que sus recuerdos exclamaron "Luz", sintió acabarse la suya por el gatillo de un asaltante vestido de negro. Sintió cómo aquella luz tan hermosa de la que les hablaba muy convencido, se alejaba de él.

Él que acababa de darles ánimos a los docentes para que se superaran, sería muerto fría y vilmente por el helado plomo de una "pistola o navaja" que creía ya tener por sus páncreas o por su hígado. Dio su último grito lastimero cual confundido ratón que entre gatos despierta. Quizá pretendía tirarse a la banca para hacer más llevadera su amarga e inesperada muerte o para tener la esperanza de no ser mortíferamente despojado por el amenazante arma.

En viendo que aquel maldito iluso ignorante no era otro que su hijo consternado por los enormes bultos de papel que tenía en su casa, se apoyó de su codo izquierdo y rió; rió no de alegría de verme, sino de júbilo por saber que no moriría, que podría seguir impartiendo su taller más alegremente y hablarles a los docentes de la luz ahora con más sabiduría. Yo sentí su sorpresa.

La desgracia de esa hora a la siguiente fue motivo de risa y comentarios.

Sentí cómo mi padre entregaba su orgullo ante mis nudillos y se doblegaba, él ya se daba por despiadadamente muerto. Él me invitaría una paleta de fresa natural una hora más tarde.

Hilsener.

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